La maravilla de los precios

 

Friedrich von Hayek

Año: 34, Enero 1992 No. 741*

Artículo publicado originalmente en el blog del Centro de Estudios Económicos-Sociales
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«Nunca nos preguntamos la razón por la cual la tienda de la esquina o, en la actualidad, el supermercado tiene en sus estanterías los artículos que queremos comprar, o por qué la mayoría de nosotros podemos ganar el dinero necesario para adquirir dichos productos»
Milton y Rose Friedman, «Libertad de Elegir», 1979

Merece la pena contemplar por un momento un ejemplo común y simple de la acción del sistema de precios para ver precisamente qué es lo que logra. Supóngase que en algún lugar del mundo aparece una nueva oportunidad para el uso de alguna materia prima, el estaño, por ejemplo, o que una de las fuentes de estaño ha sido eliminada. Para nuestros propósitos no importa y tiene importancia el hecho de que no importe, cuál de estas dos causas ha producido un mayor faltante de estaño. Todo lo que quienes usan el estaño necesitan saber es qué parte del estaño que solían consumir es ahora usada con mayor provecho en otro lugar y que, en consecuencia, ellos deben economizar estaño. Para la gran mayoría de ellos ni siquiera es necesario que sepan dónde ha surgido la más urgente necesidad o en favor de qué otras necesidades deben ellos cuidar su existencia, Si sólo algunos de ellos conocen directamente la nueva demanda y orientan hacia ella sus recursos; y si las personas que se dan cuenta del nuevo vacío así creado lo llenan con otros recursos diferentes, el efecto se regaría rápidamente por todo el sistema económico. Esto influye no solamente en todos los usos del estaño, sino también en el de sus substitutos y en el de los substitutos de los substitutos, en la oferta de las cosas hechas con estaño, y sus substitutos, etc. Todo esto sucede sin que la gran mayoría de aquellos que son responsables de estas substituciones sepan nada acerca de la causa original de estos cambios. El todo se conduce como un mercado, no porque alguno de sus miembros tenga una visión de la totalidad, sino porque sus limitados campos visuales individuales se traslapan suficientemente de modo que por medio de muchos intermediarios la información pertinente se comunica a todos.

   Debemos ver el sistema de precios como un mecanismo para comunicar información si deseamos comprender su verdadera función , función que desempeña con menor perfección en la medida en que los precios se ponen más rígidos. El hecho más significativo acerca de este sistema es la economía de conocimiento con la cual opera o, lo que viene a ser lo mismo, cuán poco los participantes individuales necesitan saber para poder hacer la decisión correcta. En forma abreviada, por medio de una especie de símbolo, sólo la información más esencial es comunicada, y es comunicada sólo a aquellos que les concierne. Es más que una metáfora la descripción del sistema de precios como un tipo de mecanismo para consignar cambios o como un sistema de telecomunicaciones que permite al productor individual sólo observar el movimiento de unos pocos indicadores: como un maquinista puede observar las agujas de unos cuantos relojes, para adaptar sus actividades a cambios de los cuales puede ser que nunca conozca más que su reflejo en el movimiento de precios.

   Desde luego, estas adaptaciones probablemente nunca son «perfectas», en el sentido en que el economista las concibe en sus análisis de equilibrio. Pero me temo que nuestros hábitos académicos de aproximarnos al problema dando por sentada la posesión de conocimiento más o menos perfecto de parte de casi todos, nos ha cegado un poco respecto de la verdadera función del mecanismo de precios y nos ha hecho aplicar patrones engañosos al juzgar su eficacia. La maravilla es que en un caso como el de la escasez de una materia prima, sin que se dé ninguna orden, sin que sepa la causa mas que un puñado de personas, decenas de miles de personas cuya identidad no podría ser establecida durante meses de investigación, son inducidas a usar la materia prima o sus productos con mayor cautela, es decir, a moverse en la dirección correcta. Esta es suficientemente una maravilla, aún cuando, en un mundo de cambio constante, no todos reaccionarán tan perfectamente que sus promedios de utilidad siempre sean mantenidos al mismo nivel «normal».

   He usado deliberadamente la palabra «maravilla» para sacar al lector de la complacencia con la cual a menudo damos por sentado el funcionamiento del mecanismo de precios. Estoy convencido de que si este mecanismo fuera resultado de acciones humanas deliberadas y si las personas que se guían por los cambios de precios comprendieran que sus decisiones tienen significación mucho más allá de sus objetivos inmediatos, este mecanismo hubiera sido aclamado como uno de los más grandes logros del intelecto humano. Tiene el doble infortunio de no ser producto de la deliberación humana y de que las personas que se guían por él generalmente no saben por qué son inducidos a hacer lo que hacen. Pero aquellos que exigen «dirección consciente» y quienes no pueden creer que algo que ha evolucionado sin acciones conscientes (y aún sin que los comprendamos), puede resolver problemas que no podemos resolver conscientemente deben recordar esto: el problema consiste precisamente en cómo extender nuestra utilización de recursos más allá del campo del control de cualquier mente y, en consecuencia, cómo deshacernos de la necesidad del control consciente; y cómo crear incentivos para que los individuos hagan lo que es deseable sin que ninguno tenga que decirles lo que tienen que hacer.

   El problema que confrontamos aquí no es peculiar a la economía, sino que surge en el contexto de casi todos los fenómenos sociales genuinos, incluido el lenguaje y la mayor parte de nuestra herencia cultural, y constituye el problema teórico central de toda la ciencia social.

   Como lo ha expresado Alfred N. Whitehead en otro contexto: «Es una profunda verdad elemental errada, repetida en todo, los cuadernos y por personas eminentes cuando dicen discursos, que debemos cultivar el hábito de pensar sobre lo que estamos haciendo. Exactamente lo opuesto es la verdad. La civilización avanza cuando aumenta el número de operaciones importantes que podemos realizar sin pensar acerca de ellas». Esto es de profunda significación en el campo social. Constantemente usamos fórmulas, símbolos y reglas cuyo significado no entendemos y a través de cuyo uso tenemos la ayuda de conocimiento que individualmente no poseemos. Hemos desarrollado estas prácticas construyendo sobre hábitos e instituciones que han tenido éxito en su propia esfera y que a la vez han llegado a ser el cimiento de la civilización que hemos construido.

   El sistema de precios es precisamente una de esas formaciones que el hombre ha aprendido a usar (aunque está lejos de haber aprendido a hacer el mejor uso de él), después de haberse topado con ella sin entenderla.

   A través de ese sistema ha sido posible no sólo la división del trabajo sino una coordinada utilización de recursos basada en una similar división del conocimiento. Quienes gustan de ridiculizar cualquier propuesta de que esto pueda ser así generalmente tuercen el argumento al insinuar que se afirma que por algún milagro ha surgido espontáneamente aquel sistema que está mejor adaptado a la civilización moderna. Es al contrario: el hombre ha sido capaz de efectuar la división del trabajo sobre la cual descansa nuestra civilización porque se encontró con un método que la hizo posible. Si no hubiera hecho eso, pudo haber desarrollado algún otro tipo de civilización, algo así como el «estado» de las hormigas o algún otro tipo no imaginable. Todo lo que podemos decir es que hasta ahora nadie ha tenido éxito en diseñar un sistema alternativo en el cual ciertas características del que existe puedan ser preservadas, características que gozan de la estimación aún de quienes con mayor violencia las atacan tales como la medida en que el individuo puede elegir sus metas y, consecuentemente, la medida en que pueda utilizar su propio conocimiento y habilidad.

   Es en muchos respectos afortunado que la disputa acerca de la indispensabilidad del sistema de precios para realizar cualquier cálculo racional en una sociedad compleja ya no sea completamente conducida entre grupos que sostienen diferentes puntos de vista políticos. La tesis de que sin el sistema de precios no podríamos preservar una sociedad basada en una tan amplia división del trabajo como la nuestra fue recibida con una carcajada cuando fue presentada por primera vez por von Mises en los años veinte. Las dificultades que en nuestro tiempo tienen algunos de aceptarla ya no son principalmente políticas y este hecho contribuye a crear un ambiente mucho más propicio para la discusión racional. Cuando León Trotsky[i] argumentaba que «la contabilidad económica es imposible sin relaciones de mercado»; cuando Oscar Lange[i] le prometió a von Mises una estatua en los corredores de mármol del futuro Comité Central de Planeamiento; y cuando Abba P. Lerner[i] redescubrió a Adam Smith y puso énfasis en que la utilidad esencial del sistema de precios radica en que induce al individuo, mientras persigue su propio interés, a hacer lo que es de interés general, las diferencias ya no pueden atribuirse a prejuicios políticos. Lo que resta de desacuerdo parece ser motivado por diferencias meramente intelectuales y, especialmente, por diferencias metodológicas.


*Este fragmento fue tomado de su famoso ensayo: “El uso del conocimiento en la sociedad”, 1945

[i] Teóricos del comunismo Los dos últimos conocidos como economistas de lo que se impulsó como «Socialismo de mercado», paradoja que se intenta poner a prueba aún hoy día.

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