Mi vida en tres maletas: una crónica de la diáspora venezolana

 

Jorge Torres Moreno

Periodista e inmigrante venezolano en Colombia

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Con el cambio de aires, me ha tocado modificar algunas conductas, quitarme temores de encima y acostumbrarme a situaciones y cosas nuevas. Este es un inventario superficial de todo eso. Empecemos.
En septiembre de 2013 me atracaron. Era un domingo y salía de mi casa en Caracas en busca de Toddy. No llegué a la tienda. Me interceptaron dos muchachos de no más de 20 años de edad. Uno de ellos me exigió a gritos que le diera todo mientras el otro me ponía un punzón en el cuello. Nada que hacer. En Venezuela aprendes que no debes ni mirar siquiera a los ojos al que te atraca; le das lo que te pide sin chistar y ya.
Cargaba 300 miserables bolívares en la billetera y un celular sencillito con teclado físico; solo enviaba mensajes de texto, además de hacer y recibir llamadas. Les di eso pero uno de los malandritos le dijo al otro “¡Este carajo no me dio las vainas rápido! ¡¡Dale la puñalada!!”.
Chac. A un lado del pecho. Se fueron corriendo y yo quedé de pie, con un agujero en el pecho y la camisa llena de sangre sin saber qué hacer ni a dónde ir. Me vi ensangrentado y aunque pensé que la sangre siempre es escandalosa también recuerdo que me dije “O reaccionas rápido o te jodes aquí mismo por pendejo”.
Al frente de donde pasó todo había una especie de módulo de atención médica. Un CDI, le llaman, invención de Hugo Chávez pero que no suelen servir para nada. Igual fui allá a que me vieran. Había una enfermera y un médico de guardia, los dos con un fortísimo acento cubano. Me revisaron, lavaron la herida con un antiséptico y me cosieron ahí mismo. El que me cosió tenía temblor en las manos y al principio le costó insertar la aguja. Al final lo logró y me cerró la herida que, por otro lado, era más bien pequeña. No tenían anestesia.
Al rato llegaron mis padres. Una persona me había visto herido y yo alcancé a decirle que por favor avisara, que yo vivía en el edificio tal, apartamento tal. Ese señor avisó, mis padres llegaron y del CDI nos fuimos directo a una clínica a que me revisaran. No tenía nada grave, la herida no había sido profunda ni afectó órganos vitales ni arterias o venas.
Dentro de lo feo de ese susto, tuve muchísima suerte pero igual quedé marcado. Desde entonces, cambiaba de acera al ver grupitos de muchachos jóvenes, con shorts, camisetas holgadas y gorras volteadas. Si escuchaba motos acercarse, mi pulso se aceleraba. En Venezuela, los delincuentes se desplazan en motos bastante ruidosas. Los atracos y asesinatos a manos de criminales motorizados se cuentan por miles en Venezuela. Así que si oyes una moto y tienes la mala leche de caminar por una calle sola, o corres o te resignas a que te jodan.
Eso debí desaprenderlo en Bogotá. Se oyen motos, por supuesto, pero son menos escandalosas y ya no son el medio de transporte de criminales. Obvio, Bogotá no es Ginebra: hay sitios que son muy peligrosos y uno debe evitarlos. Pero la inseguridad de la capital colombiana no le da ni por los talones al fuerte apache en que Caracas se convirtió.
Otra cosa a la que debí acostumbrarme: en Caracas, los supermercados no tienen jabón de baño, champú, crema dental, detergente, suavizante, leche, café, azúcar, arroz, desodorantes, papel sanitario, granos ni harina PAN. Desde hace unos 4 años, esos bienes básicos —y varios más— escasean o se venden en el mercado negro a precios prohibitivos. Lo mismo pasa con la carne, el pollo y otros víveres.
Al llegar a Bogotá entendí por qué había gente que viajaba a otros países y se sacaba selfies en anaqueles de mercados completamente abastecidos. En Bogotá hasta el abasto más pequeño tiene de todo, a precios razonables. Y puedes hacer un mercado para 15 días, sin lujos, con unos 200.000 pesos (el salario mínimo mensual está en 781.242 pesos, unos 260 dólares).
Hablando de precios, esa es otra cosa casi nueva para mí. Colombia tiene inflación, sí. De 4,09% en 2017. En Venezuela, las cifras discrepan. Primero, porque los precios de todo suben demasiado deprisa como para poder hacer una medición exacta. Y segundo, porque no hay cifras oficiales. Si existen, el gobierno las oculta. Algunos expertos independientes sostienen que los precios pueden subir 80% y más en un mes. Otros aseguran que la inflación anual trepó más allá de 2.000%. Pero insisto: las cifras no siempre coinciden.
Lo que sí coincide es la percepción de la mayoría de la gente: escasez, penurias y una tristeza terrible. Todas las semanas aparecen informes, por ejemplo, de niños muertos por desnutrición en hospitales públicos. Niños a los que les sacan fotos y se les ven las costillas y los huesos forrados en pura piel.
Ni siquiera te puedes enfermar. En Venezuela hay medicamentos cuyo porcentaje de escasez roza el 100%. Antibióticos, antiepilépticos, antidepresivos, antihipertensivos, medicinas para la diabetes, levotiroxina para quienes tienen enfermedades de la tiroides, medicamentos pediátricos… la lista sigue y sigue. En ese aparte tampoco hay estadísticas oficiales pero sobran las historias de gente que llega desesperada a los hospitales públicos, con familiares muy enfermos, por ejemplo, y los médicos y enfermeras les pasan listas de medicamentos e insumos que necesitan para poderlos atender, porque esos hospitales están desabastecidos.
En Colombia tuve que acostumbrarme a ver de nuevo un Farmatodo lleno de medicinas y productos de cuidado personal. Caros, eso sí, porque no hay subsidios para casi nada. Pero consigues de todo. Y si caminas, puedes conseguir incluso rebajas en farmacias que no pertenecen a grandes cadenas.
Algo más que “descubrí”: existe un internet rápido y estable. Tan rápido como lo puedas pagar, pero allí está. De un ABA de 4 Mbps (cuando le daba la gana funcionar) pasé a un internet de 15 Mbps que me pareció de vértigo los primeros días que lo usé. Pero esa no es la velocidad más alta. Como dije, el límite lo pone el bolsillo. Hay compañías que ofrecen 100 Mbps e incluso más para hogares. Más que suficiente para que cuatro dispositivos se peguen a Netflix al mismo tiempo. Por poner un ejemplo.
(Hablando de Netflix, la mensualidad más cara es 30.000 pesos y permite la conexión de cuatro dispositivos a la vez, con posibilidad de ultra HD para los cuatro. Se puede pagar con tarjeta de crédito o con unas tarjetitas prepagadas que se venden en los supermercados. Esas tarjetitas tienen un código que se raspa con una moneda, se introduce en la página de Netflix y chao).
Una frivolidad: Las aceras en Bogotá son muy altas. El escalón que hay que subir al cruzar la calle es bastante más alto que lo que uno acostumbraba en Caracas. Otra frivolidad: Casi todas las aceras tienen un área pavimentada para los ciclistas. Por supuesto, hay ciclorrutas por montones. Y es mucha la gente que se desplaza en bicicleta para ir a sus trabajos. Otra frivolidad más: casi nadie saluda cuando entra a un ascensor. Lo raro es conseguir a alguien que dé los buenos días o las buenas tardes al subirse a un ascensor.
Por ahora, eso es todo. Hay muchos más cambios pero ya lo dije al principio: este era un inventario sumamente superficial. ¿Qué tal los cambios en otros países? Dejo esa pregunta para que la respondan en los comentarios, si gustan. Un abrazo.
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Este artículo expresa únicamente la opinión del autor y no necesariamente la de la organización en su totalidad. Students For Liberty está comprometida con facilitar un diálogo amplio por la libertad, representando opiniones diversas. Si eres un estudiante interesado en presentar tu perspectiva en este blog, escríbele a la Editora en Jefe, de EsLibertad, Alejandra González, a [email protected].

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