El liberalismo está y siempre ha estado bajo constante ataque desde todo ángulo. Desde el socialismo de Stalin y Mao hasta el fascismo de Hitler y Mussolini; desde cuestionamientos comprensibles y lógicamente fundados hasta discursos engañosos cargados de retórica emotivista e infantil; desde imparables y mordaces críticas en los medios hasta verdaderas guerras y persecuciones; los enemigos del liberalismo y sus métodos han sido innúmeros. Es entendible, entonces, que los liberales tengamos actitudes defensivas ante nuestros oponentes y que en muchas ocasiones, hartos de la repetición de lo mil veces repetido, tengamos discursos prefabricados para contestar a la mismas objeciones de siempre.
Eloy Vera Beltrán Coordinador Local en EsLibertad Argentina
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El liberalismo está y siempre ha estado bajo constante ataque desde todo ángulo. Desde el socialismo de Stalin y Mao hasta el fascismo de Hitler y Mussolini; desde cuestionamientos comprensibles y lógicamente fundados hasta discursos engañosos cargados de retórica emotivista e infantil; desde imparables y mordaces críticas en los medios hasta verdaderas guerras y persecuciones; los enemigos del liberalismo y sus métodos han sido innúmeros. Es entendible, entonces, que los liberales tengamos actitudes defensivas ante nuestros oponentes y que en muchas ocasiones, hartos de la repetición de lo mil veces repetido, tengamos discursos prefabricados para contestar a la mismas objeciones de siempre.
La repetitividad con la cual se esgrimen argumentos en defensa de la libertad puede transformarse rápidamente en un dogmatismo incuestionado. Esa defensa acérrima no tarda en convertirse en fanatismo y en ceguera intelectual. Y son cada vez más los liberales que se radicalizan dentro de alguna de las muchas posturas y escuelas en que se divide nuestra corriente de pensamiento, y se encierran en cámaras de eco donde nunca deberán enfrentar desafíos a su cosmovisión, donde cualquiera que presente semejante perturbación de la paz será recibido con acusaciones de malicia e ignorancia, incluso si este sólo presentaba dudas legítimas y sinceras, tal vez con más ánimo de aprender que de contrariar.
Caemos en la lógica que tanto afirmamos odiar: la de tildar al otro como enemigo, encerrarnos en nuestra tribu, justificarlo en base a una supuesta superioridad, rechazar la innovación dentro de nuestras teorías e ignorar los hechos de la realidad que no se condicen con nuestro modelo ideal. ¿A qué les recuerda? Tal vez lo peor de todo sea el discurso prefabricado, aquél que automática e impensadamente soltamos ante cualquier crítica como los perros de Pavlov.
Todos sabemos en qué consiste, contiene mucho la palabra falacia. tanto en forma de acusación como dentro de su propio mensaje, y sobre todo la de autoridad. Se refiere siempre a los mismos dos o tres autores y sus dos o tres libros (cada secta tiene sus propios ídolos y sus biblias); cita las mismas estadísticas incluso si no vienen al caso; y está más que dispuesto a retirarle la credencial de liberal a todo el que disienta de uno de solo de los puntos dogmáticos.
Debemos admitir que los liberales llevamos cierta ventaja sobre los demás dogmas políticos, claro está: la ventaja de tener razón. ¿Qué importa creer algo sin causa, si lo que creo resulta además ser verdad? Pero esto contradice el espíritu racional que dio a luz a nuestro movimiento, y lo condena a congelarse y nunca desarrollar más de sus tan acertados análisis. O peor, a dividirse en fracciones cada vez más aisladas y más radicales.
Se puede decir que, más allá de la división, la cual obviamente es un problema, el dogmatismo es una pésima estrategia política. Si todo aquél que venga al liberalismo con una actitud medianamente crítica y con honestas dudas sobre el intrincado funcionamiento de los órdenes espontáneos y las sociedades humanas es recibido con rechazo y hostilidad, lo lógico es que conteste con mayor rechazo y mayor hostilidad. Incluso aquellos que son dogmáticamente antiliberales y agresivos de entrada pueden ser contrarrestados más efectivamente mediante un discurso basado en evidencias y argumentos, incluso pueden terminar ablandados y convencidos.
La mayor ventaja del liberalismo es ser una ideología que surge de la realidad, que tiene una base científica abierta a incorporar nuevos conocimientos sin importar su procedencia, no ser simplemente un producto de la arrogancia y el onanismo intelectual de unos pocos. Y su belleza reside justamente en eso, en la auténtica comprensión de la compleja dinámica social y la naturaleza humana, una belleza de la que el dogmatismo irreflexivo nos privaría.
Es justamente por esto mismo que los liberales no debemos temer a decir que el liberalismo no es un código escrito en piedra por dioses omniscientes. Es un sistema de creencias flexible y en constante evolución, adaptable a cada contexto político, basado firmemente en la realidad y en la naturaleza humana. Y como todo sistema humano, es de esperar que tenga errores. Después de todo, los humanos son criaturas falibles, ¿por qué no lo sería aquella sociedad que ellos integren, más allá de su modelo concreto?
Esta afirmación rechina en los oídos de más de uno, no menos en los míos. Suena a ataque, a cuestionamiento, suena a la fatal arrogancia de pensar que puedo hacerlo mejor, si tan sólo tuviera el poder. Pero al contrario, creo que es en estos errores donde reside la mayor fortaleza del liberalismo.
No hace falta exculparse, decir que eso no era verdadero liberalismo, o achacarle nuestras faltas a otros. No digo que esto no esté, la mayoría de las veces, más que justificado. Repito que el liberalismo es una ideología científica y realista, y como todo modelo teórico, no siempre resiste la traducción a la práctica. Puede contaminarse de elementos infiltrados de otras doctrinas que parasiten o restrinjan sus beneficios, puede ser usado como máscara para que otros dogmas más viles encubran sus verdaderas intenciones. Pero también puede fallar, y decir esto no es vergüenza. Las teorías sociales no son como las de la ciencia natural: no se pueden realizar experimentos a gran escala o aislar ciertas variables en un vacío y descartar todas las demás, y toda teoría construida sobre una muestra observacional tan impura será, por necesidad, sólo una aproximación del mundo humano, que no se podrá plasmar de forma perfecta en él.
No hay esencia que en el mundo exista sin accidente, ni forma sin materia. Y el liberal auténtico, por ser heredero del noble espíritu de la Ilustración, no tiene problema en reconocerlo. Es el fascismo, con sus pretensiones de superioridad, el que proclama ser inmune al error y se inventa enemigos para cubrir su vergüenza. Es el socialismo, con sus delirantes predicciones del fin de la historia el que no tolera ninguna disonancia entre la realidad y su ideal. Son los totalitarismos colectivistas los que prometen utopías y alaban a sus fundadores como profetas. Pero el hecho es que estos sistemas fallan, como todos los sistemas fallan. A diferencia del liberalismo, los totalitarismos no toleran el error porque no fueron construidos con él en mente, y por eso se encubren, por eso reaccionan con violencia.
El valor del sistema reside, empero, en cómo lidia con sus propios fallos. La fortaleza del liberalismo es triple en este frente. Por un lado, porque sus fallos son menos, no sólo en su cantidad a lo largo de la historia, sino que son menores en su impacto. Los errores en los burdos experimentos sociales del totalitarismo han sido verdaderas catástrofes que se han prolongado en el tiempo y han quedado como manchas de sangre en la memoria humana.
La segunda gran ventaja es que, al estar concebido con los errores en mente, el liberalismo es el único sistema social, político y económico capaz de autocorregirse. En tanto el totalitarismo insiste en el mismo error y lo agrava tratando de forzar su ideario en una realidad que le es ajena, marcando el camino con cadáveres y miseria, el liberalismo incorpora los mecanismos necesarios para identificar y extirpar los errores, incluso concluyendo en una situación mucho mejor a la que existía antes de la crisis.
La tercera ventaja no es menor. Dado que la insistencia y testarudez del totalitarismo le lleva a exacerbar su propia crisis, su resultado inevitable es el colapso. Un colapso que no requiere de intervención ajena ni de enemigos de paja, sino que viene desde dentro. Y es después de ese colapso que el liberalismo puede entrar a sanar las heridas, a reconstruir, y a asentarse sobre nuevos suelos.
Con tal de demostrar que en efecto estas son las mayores fortalezas del liberalismo, buscaré ilustrar mis tesis con ejemplos históricos. Esto también me permitirá explorar a más detalle el mecanismo específico que el liberalismo emplea en cada caso.
Un tipo particular de fallos que creo posible atribuir al liberalismo son lo que llamaré transiciones. Todo liberalismo histórico surge en un contexto no-liberal, evoluciona a partir de otro sistema cuyas carencias hereda, y se implementa sobre un mundo material y dinámico. En pasaje entre el estado de cosas anterior al liberalismo, y su etapa de plena funcionalidad, hay una transición, un intervalo durante el cual los mecanismos del liberalismo andan a pasos de bebé en un terreno que le es hostil, plagado de agentes iliberales que resisten su implementación maliciosamente, y de otros inocentes que cometen errores por motivo de la propia naturaleza humana.
Una de las herramientas de manipulación emocional que más gustan de usar los detractores de la libre empresa es el período de la Revolución Industrial, en el que nació el sistema capitalista moderno: todos hemos leído los testimonios de cómo familias enteras, niños menores incluidos, debían trabajar en las fábricas o las minas en condiciones insalubres, sometidos a vejaciones y tratos inhumanos por parte de sus patrones, pasando sus pocas horas de ocio en espacios urbanos antihigiénicos, sobrepoblados, contaminados y miserables. No hace falta volver a la Inglaterra del Siglo XVIII para ver esto: las naciones africanas y asiáticas que hace poco iniciaron su proceso de industrialización atraviesan las mismas durezas, siendo el trabajo precario, subpagado e infantil una gran fuente de ahorros para las industrias tecnológicas occidentales que allí se radican huyendo de las asfixiantes regulaciones de sus tierras de origen. Uno pensaría, viendo el problema superficialmente, que estas condiciones evidencian un fallo del liberalismo, y que se requiere la pronta intervención del Leviatán.
Sin embargo, un análisis pormenorizado del problema nos revela que es todo lo contrario. Comencemos por decir que el trabajo precario, subpagado e infantil no son problemáticas únicas de las sociedades en vías de industrialización: las sociedades nomadas, las agrícolas e incluso las mercantiles tempranas estuvieron plagadas de estos modelos laborales al punto de que no los distinguían de manera separada.
En estas sociedades, la producción de requería la mayor intensidad laboral posible desde una edad tan temprana como fuese físicamente practicable, bajo condiciones serviles al mando de planificadores brutales (fuesen los capataces de la plantación esclava, los señores feudales de Europa, o los burócratas del Creciente Fértil), sólo para obtener el mínimo indispensable que, en muchas ocasiones, no podía asegurar su subsistencia, menos aún la de sus familias y comunidades (especialmente luego de las extracciones de los amos políticos).
Incluso, en las naciones iliberales modernas el trabajo precario ha sido una auténtica epidemia sin comparación en sus contraparte liberales: en la Unión Soviética y la China maoísta los niños se incorporaban tempranamente a la estructura laboral colectivizada y producían bajo las órdenes inclementes de los capataces y comisarios del Estado en servicio de sus arrogantes planes de producción, mientras que las fascistas Alemania y Japón eran puestos al servicio del esfuerzo bélico bajo las inhumanas directivas del Partido y los mandos militares.
Cabe destacar que, en todos estos contextos, también reinaban altísimas tasas de mortandad infantil, supresión de los derechos de la mujer y las minorías, y de las libertades civiles y políticas en general. Así, se demuestra que este problema no es exclusivo del liberalismo, y resta demostrar que el liberalismo fue el único sistema que efectivamente lo solucionó.
Es gracias a las condiciones higiénicas y las innovaciones médicas traídas por el libre mercado de las ideas y el desarrollo libre de las ciencias que la esperanza y calidad de vida aumentaron, por lo que si aún quedaban niños viviendo en estas pésimas condiciones, por lo menos vivían y tenían las esperanzas de crecer y salir de ellas. Pero más aún, fue la prosperidad económica, la innovación en técnicas productivas y el ahorro que el liberalismo produjo lo que permitió a aquellas familias salir de la pobreza y llegar al punto en que un régimen laboral intensivo ya no fue necesario (liberando a los niños para tener infancia, a las mujeres para reclamar sus derechos y a la familia completa para disfrutar su tiempo libre). Y para proteger esta infancia fue que los regímenes liberales trajeron los beneficios de la educación masiva y los derechos de la niñez.
Las mujeres y minorías pronto contaron con una voz política para asegurar sus reclamos (muchas veces de manos de liberales) y los modelos de producción más brutales (como la esclavitud americana y la servidumbre rusa) quedaron obsoletos y fueron prontamente abolidos (también por liberales). La transición fue dura, pero llegó a buen término, y el liberalismo logró lo que ningún otro modelo social había logrado antes: liberar al ser humano de las cadenas de la miseria y la opresión, mediante las fuerzas imparables del progreso y la cooperación.
Otro ejemplo tal vez más cercano a los lectores de una transición achacable al capitalismo (entendido como el ala económica del liberalismo) es el cambio climático: muchos liberales descreen del calentamiento global antropogénico, pese a la incontenible marea de evidencias científicas que lo respaldan. Lo denuncian como una conspiración de nuestros enemigos para regular y controlar a las empresas de la energía y, en última instancia, a la sociedad civil que es su consumidora. Pero sostengo que estos son precisamente los liberales desinformados que no comprenden la auténtica naturaleza del liberalismo.
Comencemos por decir que el cambio climático y la contaminación no son problemas exclusivos de las sociedades liberales modernas. El hombre viene trastocando el orden natural de las cosas desde que por primera vez aprendió el uso de la razón. En la modernidad los mayores desastres ecológicos se han dado por causa de los esfuerzos concertados de las economías dirigidas, cuyos cínicos y arrogantes planificadores no han temido en forzar sus esquemas sobre la realidad, extinguiendo especies animales en Nigeria o secando mares en la Unión Soviética.
El liberalismo es el único que provee incentivos sociales para sanear el daño ambiental y desarrolla los métodos que permiten dejar atrás la contaminación. Mientras algunos liberales se empeñan en agitar los puños en el aire y denunciar la inexistencia del elefante que tienen frente a ellos, científicos y empresarios del sector privado en China y Europa nos muestran que el futuro está en las energías renovables, cuyos beneficios y lucratividad ha superado todas las expectativas. Mientras algunos denuncian por inútiles y exageradas las preocupaciones del movimiento animalista, genetistas y agroempresarios privados desarrollan prácticas más eficientes y humanitarias en las granjas, zoológicos y laboratorios del mundo.
Los liberales fundamentalistas temen a cualquiera que señale una carencia del sistema por miedo a que se use como excusa para regular, para restringir sus libertades. Pero la base misma del liberalismo es el espíritu del emprendedor, aquél que identifica problemas y encuentra formas de resolverlos, sirviéndose a sí mismo y a sus prójimos. Quien ve una carencia del liberalismo no es su enemigo: es su mejor sirviente. Allí donde existe una mercancía o una tecnología, antes hubo una necesidad insatisfecha, una demanda que precedió la oferta.
No vivimos en un mundo perfecto donde toda necesidad está automáticamente resuelta por la mera existencia del mercado: este es un proceso donde los problemas se descubren, se analizan y finalmente se superan. Los liberales auténticos deben aprender a no negar los fallos del liberalismo, sino a decir orgullosamente sí, este problema existe, porque somos humanos y somos imperfectos, pero sólo el liberalismo, y no ningún otro modelo, es capaz de resolverlo, e invitar a todos los que quieran oírnos a ver las evidencias.
Sobran ejemplos históricos del fracaso de aquellas civilizaciones que se han cegado ante sus problemas, o que no han tenido el valor de enfrentar las transiciones y emprender los ajustes necesarios. Pero aquellas que confían en el poder de la razón humana, de la ciencia y de la libertad, han llegado lejos y se han encontrado siempre con un futuro mejor.
Este artículo expresa únicamente la opinión del autor y no necesariamente la de la organización en su totalidad. Students For Liberty está comprometida con facilitar un diálogo amplio por la libertad, representando opiniones diversas.