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Este artículo es la segunda y última parte de Quis custodiet ipsos custodes? Si no has leído la primera, te recomiendo que la leas para que puedas tener un enfoque más amplio de lo que quiero expresar con estos dos escritos. El objeto primordial de este documento, y el del anterior, es iniciar un proceso de deslegitimación del Estado.
En la primera parte vimos cómo cada vez que el poder estatal sobrepasa sus límites se produce una innegable reducción de libertades civiles. Para ello, vimos los ejemplos más claros y conocidos de la Historia: la falsa llamada «revolución liberal» de Francia, los comunismos de Rusia y China y el nacionalsocialismo.
En la segunda, sin embargo, me centraré en el gasto público, en las funciones que el Estado debe tener y cuáles deberían ser sus límites, el sofisma de que las recesiones económicas se deben al libre mercado y por qué los políticos usan la palabra «solidaridad» cuando se produce un robo de la riqueza producida por los contribuyentes.
¿Cuánto más gasto público… mejor?
No hay duda de que la estimulación de la economía por parte del Estado –con el aumento del gasto– tiene, a priori, efectos positivos; sin embargo, a posteriori, resulta nocivo: este dinero invertido no crea valor añadido. Todos los economistas históricamente reconocidos y laudados coinciden en esto: el quid no está en los estímulos públicos a la demanda, sino en las políticas de la oferta. Si se cae en la tentación de hacer lo primero y no lo segundo –lo correcto–, no se crea empleo a largo plazo. Estas afirmaciones no las hago solamente yo, sino que las avalan economistas de la Escuela Austríaca o la de Chicago al estudiar –o ver con sus propios ojos– el porvenir de la economía en el siglo XX.
¡Echemos un vistazo a la Historia! En las décadas de 1960 y 1980 el gasto público se disparó en el mundo entero (tímidamente del 27% al 31% en Estados Unidos, del 32,4% al 43% en Alemania, del 32% al 48% en Reino Unido). Esto conllevó necesariamente una recaudación fiscal que, hasta entonces, en contadas ocasiones se había excedido del 30% del PIB. Al principio, estas medidas intervencionistas y expansivas parecieron ser buenas, hasta que en los 70 se entró en una desaceleración económica. ¿Qué ocurrió? Se desveló que el crecimiento no se debió a las teorías keynesianas, sino, en primer lugar, a la apertura de los mercados nacionales que se dio, sobre todo, en la posguerra. ¡Anda! Medida liberal.
Los programas keynesianos cimentados en un mayor gasto público sólo conllevan, por ende, a incrementar más y más el endeudamiento total de la economía de un país y malversar el ahorro de los agentes privados. ¿Y si a todo esto se le añade la actuación de un banco central? En caso de una depresión, lo que más le gusta a un banco central es bajar los tipos de interés a los que presta a empresas y familias. En resumen, pueden ocurrir dos cosas: la primera, esta acción puede incentivar una nueva expansión artificial de crédito que provoque un boom artificial (la economía mejora en apariencia, pues sólo se ha abierto un nuevo ciclo económico que conlleva a otra depresión); la segunda, que los agentes privados estén ya tan endeudados que no deseen pedir más préstamos. Con nociones básicas de economía, y profundizando más en lo que acabo de explicar escuetamente, podemos llegar a una conclusión: es en los bancos centrales –la Reserva Federal en Estados Unidos y el Banco Central Europeo–, que son organismos más que regulados por los poderes públicos, donde radica la mayor parte de los males que la gente atribuye al libre mercado.
La grandilocuente política expansiva no es liberalismo, y las manipulaciones de los precios tampoco. La abolición del patrón oro y la creación del dinero fiduciario no surgieron del aclamo liberal, ni los rescates bancarios a costa del contribuyente. La intervención monetaria y la creación de los bancos centrales no fueron medidas de los liberales. Por tanto, siempre que el poder mediático u otros poderes intenten hacernos creer que todo esto y el capitalismo van dentro del mismo saco, digamos que no. Y cada vez que nos digan que, cuanto más gasto público, mayor bienestar obtendremos, hagamos debate ideológico.
Recordemos que si el Gobierno insiste en su política monetaria expansiva, los precios subirán sin fin, mientras que la economía seguirá estancada y con el mismo nivel de desempleo. Se producirá, entonces, una situación de «estanflación». Tengamos presente que el excesivo endeudamiento del sector público arrastra unas necesidades de liquidez que siempre se soluciona subiendo los impuestos, que es lo que más le gusta a los políticos. Sí, hagamos memoria, por ejemplo, de las situaciones económicas de los famosos casos de Reino Unido y Estados Unidos a principios de los 70 y de cómo se corrigieron.
Límites del Estado
El liberalismo no es un programa electoral político que luego no se llevará a cabo por los candidatos ganadores. El liberalismo no es un dogma cerrado, ni tampoco una variante del conservadurismo. Aquella persona que se considera liberal es la que defiende ultranza la libertad individual –que es la única que existe–, y de ahí deriva todo lo demás.
Al no tener una alternativa nítida en la política ni un modelo predeterminado de la sociedad, ha respetado siempre las transformaciones sociales y de sus gentes y ha sabido adecuarse. A inicios del siglo XIX –cuando no antes–, los liberales se vieron envueltos en una lucha que aún sigue vigente: la reducción del omnímodo Estado.
Hay varias clases de personas que pueden ser abrazadas por el liberalismo: desde los más «conservadores» hasta los anarcocapitalistas, pasando por los libertarios y los minarquistas y más… Cada uno de ellos tiene una visión distinta de cuáles deben ser los límites del Estado. Yo, personalmente, podría estar más en la línea de Hayek: no propugno su desaparición, sino que éste ayude a favorecer el libre mercado, por ejemplo, con la vigilancia contra el fraude en los bienes de consumo, la limitación de la edad y las horas de trabajo, la eliminación de los monopolios o el cuidado del medioambiente. También que garantice la defensa, la justicia y la protección de los más repudiados –este último punto es muy debatido siempre, pues se cuestiona su metodología–.
La «solidaridad» como excusa para robar
Me entusiasma un apartado del cuarto capítulo del libro El liberalismo no es pecado, de Carlos Rodríguez Braun y Juan Ramón Rallo, que dice así: «los pobres son como los demás». Desde siempre hemos concebido que aquellos que tienen menos poder adquisitivo que nosotros están por debajo en todo, ¿no? Pues esta rebaja del valor humano que tanto han difundido los amigos del socialismo es lo que rechazamos los liberales.
Para empezar, vuelvo a estar en la misma línea de Hayek cuando éste afirmó que sólo la distribución de la renta es justa o injusta cuando es el resultado del orden espontáneo. Esto quiere decir que no ha de haber un organismo social superior que intente igualar los ingresos de los ciudadanos para conseguir una distribución «justa» de la renta. Más que nada porque sería inmoral y discriminatoria, antisocial y coaccionaría la libertad individual. Cuando los políticos apelan a la solidaridad, lo que reclaman es más poder –y, con ello, más dinero en forma de impuestos– para repartir una igualdad y una riqueza que nunca acaban con la pobreza.
Seamos realistas: ¿quiénes son los que más aportan y ayudan a la lucha por la erradicación de la pobreza? La Iglesia y las ONG –Organizaciones NO Gubernamentales–. Como prueba de ello, tengo una experiencia personal. Hace ya casi un año y medio que tuve la oportunidad de entrevistar a la directora de una pequeña ONG de mi ciudad con motivo de un trabajo de investigación. Me acuerdo que me dijo que no les dejaban trabajar –los políticos a ellos, los de la organización–, porque siempre les pedían más y más explicaciones burocráticas. Era como si les molestara el trabajo altruista que estaban realizando los voluntarios. Y, en cambio, los del Ayuntamiento, desde sus despachos, aislados de cualquier realidad, tomaban medidas «sociales» sin tener ni idea de la demanda verdadera de la calle, de los más desfavorecidos. Ella, recuerdo, pedía menos trabas a la hora de trabajar por parte de los políticos y que les dejaran más margen de actuación.
Sucede casi lo mismo con los países menos desarrollados, cuando los gobernantes de los países ricos dificultan –o directamente prohíben– por ley las importaciones agrícolas de los países pobres y no bajan sus barreras comerciales. ¿Qué hacen a cambio de eso, para intentar limpiar su conciencia? En resumidas cuentas, mandar dinero a las producciones agrícolas de los países pobres que, en la mayoría de los casos, forman parte de una planificación centralizada que está destinada, casi seguro, a la ineficiencia. Menos proteccionismo, por favor, que volver a la era del mercantilismo sería un error anacrónico colosal.
Para terminar, retomo la cuestión de Juvenal: ¿quién vigilará a los propios vigilantes? En una democracia hace falta tener contrapesos verdaderos que limiten el poder ejercido por la clase política y, para llegar a eso, es imperativo que haya una mayor dignificación de la libertad –libertad, sí, pero en todas sus vertientes, sin estar ligada a intereses secundarios–. Y basta ya de que los que nos consideremos liberales nos escondamos en subterfugios a la hora de declararnos extramuros del consenso socialdemócrata. Hay que hacer debate ideológico allá donde haga falta y derrumbar los sempiternos sofismas de los nuevos populistas. No veo mejor forma de concluir este artículo de deslegitimación del poder político que citando a Margaret Thatcher: «hay que hacer retroceder las fronteras del Estado».
Este artículo expresa únicamente la opinión del autor y no necesariamente la de la organización en su totalidad. Students For Liberty está comprometida con facilitar un diálogo amplio por la libertad, representando opiniones diversas. Si eres un estudiante interesado en presentar tu perspectiva en este blog, escríbele a la Editora en Jefe, de EsLibertad, Alejandra González, a [email protected].