Doctora en Ciencias Económicas y Empresariales por la Universidad Complutense de Madrid y profesora de Historia del Pensamiento Económico en la Universidad CEU-San Pablo.
Una de las profesiones que más me atraían cuando estudiaba bachillerato era Psiquiatría. Me faltaron dos décimas en el examen de Selectividad para ingresar en Medicina. Pero, además de esa circunstancia que marcó mi profesión, hubo otra razón que me llevó a desechar la Psiquiatría del abanico de opciones: estaba segura de que me iba a desesperar y a deprimir encontrarme con enfermedades mentales recalcitrantes, irresolubles.
Ahora de economista, reconozco la frustración que siento cuando compruebo que esos “casos recalcitrantes e irresolubles” no son exclusivos de algunas patologías de la mente; en la ciencia económica tenemos para parar trenes.
Uno de ellos es la ignorancia, muchas veces adrede, de lo que los economistas conocemos como la Ley de Say. Básicamente, el economista francés del siglo XIX Jean Baptiste Say rechazaba la posibilidad de que se diera una sobreproducción general en la economía. Si hay exceso de oferta, bajarán los precios. Pero su contemporáneo inglés, Thomas R. Malthus, su principal oponente en este tema, creía que sí podría darse una insuficiencia de la demanda de manera que solamente un estímulo externo podría solucionar el problema.
La relevancia del debate se debe a otro economista, seguramente mucho más conocido que Jean Baptiste Say y Thomas R. Malthus: se trata de John Maynard Keynes. Basándose en el argumento de la insuficiencia de demanda y como refutación a la “Ley de Say”, Keynes consideró que en épocas de recesión el gobierno debía intervenir estimulando la demanda, inyectando dinero para estimular el consumo. De ahí en adelante, la historia es conocida. Las recetas keynesianas han fracasado una vez tras otra. Y sin embargo, aquí estamos, con la recesión encima y con muchos economistas asegurando que lo que hay que hacer es estimular la demanda, el consumo, inyectar dinero…
¿Cuál es la razón? Claramente, vende mucho más pedir ayuda a un pequeño dios estatal que se haga cargo de nosotros que predicar que el sistema de precios ha de funcionar libremente para que la factura que nos pasen las crisis y recesiones sea menor. Pero yendo más allá ¿por qué el Estado no puede estimular la economía? Pues porque, a menos que posea los medios de producción, no puede producir, generar rentas de la producción, “crear demanda”. Porque, como dijo Say “la producción abre mercados”. Son los oferentes, las empresas quienes sí pueden hacerlo. Por eso hay que favorecer el ahorro que desemboque en inversión, que genere medios de pago, puestos de trabajo, rendimientos del capital… ¡lucro! (Al infierno me voy por nombrarlo).
La necesidad del Estado de perpetuarse y de los gobiernos de controlar una mayor porción de la vida de los ciudadanos explica la perversión keynesiana de la economía. Como decían en una discusión de Twitter: Keynes le dijo a los gestores de las políticas lo que querían oír. Vamos, que abrió la caja de Pandora. No le hizo falta desbarrar más de lo necesario. Con dejar la puerta entreabierta fue suficiente.
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