Miembro del Equipo de Bloggers de Estudiantes por la Libertad Latinóamerica
El establishment nos ha vendido la idea de que emplear a un niño es un acto barbárico, que representa una violación a su “derecho” a la educación y un perjuicio para su desarrollo físico y psicológico. Con el fin de proteger a los infantes de este presunto vejamen, la Organización Internacional del Trabajo ha establecido que la edad mínima para laborar es de 15 años, en los países desarrollados, y de 14, en los subdesarrollados. Siguiendo este criterio, la mayoría de los países han adoptado leyes que castigan severamente el trabajo infantil.
No confiemos en aquellos que pretenden abolir el trabajo infantil, sus argumentos, como lo veremos a continuación, atentan contra la lógica económica, son inadmisibles desde el punto de vista ético y perjudican principalmente a quienes supuestamente dicen defender: los niños.
Aspectos económicos
El economista Murray Rothbard afirma que las leyes en contra del trabajo infantil reducen arbitrariamente los ingresos de las familias con niños. Al no poder buscar sus propios medios de subsistencia, los menores se convierten en pasivos monetarios netos para sus padres hasta que cumplan la edad mínima legal para laborar. Por lo tanto, las únicas que resultan beneficiadas por esta legislación son las familias sin niños.
A muchos les parece cruel que un niño trabaje, porque se los imaginan haciendo trabajos pesados bajo la supervisión de un empleador abusivo. Esta imagen cliché no siempre corresponde a la realidad.
En primer lugar, existen muchos trabajos que un niño puede hacer. Por un lado, están aquellos que no requieren un elevado nivel de cualificación: dependientes en algún establecimiento comercial, recaderos, encargados de tareas básicas de limpieza. También hay empleos que son perfectos para los más jóvenes, como el arreglo de ordenadores o la instalación de programas informáticos. Su experiencia en estos ámbitos puede llegar a superar a la de personas mayores de 30. Finalmente, están los talentos especiales, como la música, la danza, el deporte, y las artes plásticas.
Tener un empleo es bueno para los niños, porque les enseña a valorar el trabajo, a manejar el dinero, y a adoptar la cultura del ahorro. El gran empresario español Amancio Ortega, comenzó a trabajar a los trece años como recadero en una camisería. En la actualidad, es el dueño de Zara, la empresa líder del sector textil a nivel mundial. ¿Cuántos Ortegas se están perdiendo gracias a las absurdas leyes en contra del trabajo infantil?
Ahora hablemos de los empleadores. En una economía de libre mercado, los patronos tienen pocos (o ningún) incentivos para tratar mal a sus empleados. Ante un ultraje, lo más seguro es que éstos tomen la decisión de renunciar, lo cual afectará la productividad del negocio y obligará al empleador a asumir nuevos costos, en la búsqueda de un reemplazo.
Aún si el empleador del niño fuese abusivo, sería mucho más abusivo negarle a ese infante la oportunidad de trabajar. Dado el caso, puede buscar empleo en otro sitio, pero siempre debería tener la posibilidad de hacerlo, el gobierno no es quién para impedírsela. Una situación muy distinta sería si el niño trabajase en condiciones de esclavitud, allí sí se justificaría la prohibición.
Las leyes contra el trabajo infantil no solo afectan a individuos concretos, sino a la economía en su conjunto. Al impedir que un segmento importante de trabajadores (las personas que están por debajo de la edad mínima legal para trabajar) se incorporen al mercado laboral, éstos quedan condenados a una situación de desempleo forzado. Esta reducción de la oferta general de mano de obra disminuirá el ritmo de producción. Por otra parte, se experimentará un aumento artificial de los salarios del resto de trabajadores, a quienes el Estado estará protegiendo de competidores más jóvenes.
Las leyes contra el trabajo infantil también desconocen la historia, pasan por alto que los niños contribuyeron a la consolidación del capitalismo industrial durante los siglos XVIII y XIX, prestando sus servicios en fábricas, minas y granjas. La otra opción que tenían era morir de hambre. Gracias a las almas bondadosas que los contrataron, pudieron conseguir los medios que les permitieron sobrevivir la infancia y mejorar la calidad de vida de las generaciones siguientes, hasta llegar a sus quejumbrosos descendientes que se oponen al trabajo infantil, desde su cómoda posición de clase media o alta en algún país occidental.
A medida que aumentaban los ingresos de las familias, los padres dejaron de enviar a sus hijos a la fábrica, o donde fuese que trabajaran, por lo tanto, el trabajo infantil dejó de ser económicamente necesario.
Eso explica por qué el trabajo infantil es un fenómeno más común en los países subdesarrollados que en los desarrollados. Según la Organización Internacional del Trabajo, en el periodo comprendido entre 2012 y 2016, en todo el mundo 152 millones de niños son “víctimas” de trabajo infantil. En términos absolutos, el 47% se concentra en África, el 41%, en Asia y el Pacífico, el 7% en las Américas, el 3,6% en Europa y Asia Central, y el 0,7% en los Estados Árabes.
A pesar de que la mayoría de los gobiernos de los países pobres han ratificado las convenciones internacionales en contra del trabajo infantil, el fenómeno está lejos de desaparecer. Por esa razón, la Organización Internacional del Trabajo está desarrollando proyectos de intervención en esos países para erradicarlo por completo. Al hacerlo, le está negando a sus sociedades la posibilidad de contar con una poderosa fuerza laboral que coadyuve al desarrollo, como ocurrió en los países ricos.
Aspectos éticos
Lo primero que olvidan los enemigos del trabajo infantil es que se trata de un contrato voluntario, entre un empleador y un empleado. Al estar basado en la libre voluntad, no constituye ninguna agresión, ergo, es inaceptable la prohibición.
Una segunda objeción moral es que al prohibirle a los niños trabajar, se les está impidiendo transitar hacia la adultez, que no consiste en alcanzar una “mayoría de edad”, sino en establecer la propiedad efectiva sobre la propia persona: es decir, cuando se deja el hogar de los padres y se tiene la capacidad de mantenerse a sí mismo. La adultez es una decisión, que el Estado impide con sus leyes anti trabajo infantil.
Por último, está el hecho de que estas leyes, casi siempre, van ligadas a las de escolaridad obligatoria. De esa manera, se busca mantener a los niños ocupados en una escuela, para alejarlos de las actividades laborales.
En nuestros días, la educación se ha elevado a la categoría de derecho y de condición necesaria y suficiente para el desarrollo. Ni lo uno ni lo otro. La educación no es más que un servicio de lujo, lo que hacen las leyes de escolaridad obligatoria es forzar a los padres a consumir dicho servicio.
Con el sistema educativo actual, uno se pregunta si no sería mejor que un niño estuviese produciendo bienes y servicios que la sociedad valora, en lugar de estar recibiendo contenidos sesgados, que fomentan en ellos una mentalidad anticapitalista y parasitaria.
Este artículo expresa únicamente la opinión del autor y no necesariamente la de la organización en su totalidad. Students For Liberty está comprometida con facilitar un diálogo amplio por la libertad, representando opiniones diversas. Si eres un estudiante interesado en presentar tu perspectiva en este blog, escríbele a la Editora en Jefe, de EsLibertad, Alejandra González, a [email protected].